Desde las revoluciones liberales de los siglos XIII y XIX, el mundo y la sociedad han ido avanzando en mayores cuotas de igualdad entre todos los ciudadanos y habitantes de una nación. Si antes era normal que existieran diferencias entre quienes gozaban el derecho de sangre y aquellos pertenecientes a la plebe, hoy en día esas diferencias, al menos en gran parte del mundo moderno, son cosas que han quedado obsoletas y en el olvido. Estos serían las bases para construir los estados modernos y la configuración de una vida democrática donde, el Estado de Derecho, es el eje principal del desarrollo social, económico y político.
Con todo, este progreso no ha llegado a todos sus destinatarios. Las comunidades LGBT+ han sido históricamente segregados y apartados de todas las bondades del desarrollo humano. No hay que olvidar que, sólo a finales del siglo pasado, la homosexualidad fue eliminado como patología psiquiátrica; y para qué hablar de las personas trans.
Una de las formas en que se manifiesta este dispar ejercicio de los derechos es en temas filiativos, sobre todo en lo relacionado a la adopción de menores de edad para así conformar una familia. Y es que se otorgan argumentos que obedecen más a consideraciones de carácter religioso, como también a otros que bordean los miedos irracionales producto de la ignorancia, todo aduciendo al “bien superior de los niños, niñas y adolescentes” que las parejas homoparentales no son familia porque esto nace de la unión entre un hombre y una mujer; cuestiones como “el fin de la adopción es restituir, en naturaleza, lo que ese NNA ha perdido”; o que el derecho a la adopción es del menor “institucionalizado”.
Sobre el primer comentario no hace falta mayor explicación que la evidenciada en la realidad, donde millones de mujeres sacan adelante a sus hijos, sobrinos y nietos, y que incluso la propia normativa vigente los reconoce como familia al conceder derechos y beneficios sociales. Esto nos lleva al segundo punto: ¿Qué perdieron estos niños? ¿Una familia compuesta por padre y madre, o una familia que le entregue cobijo, seguridad y amor? Mas pareciera ser que han perdido lo segundo, pues el tener papá y mamá no te garantiza tener todo ello. Es más, ante la vulnerabilidad en los derechos que pueda ser sujeto el menor, el Estado aparta a los NNA de los padres negligentes o, en casos extremos, abusadores y violentos.
La última cuestión merece un análisis un tanto más preciso. Es cierto que quien goza del derecho de adopción son los menores, debiendo el Estado y toda su institucionalidad velar porque este sea protegiendo su interés superior. Los adultos no tienen derecho a adoptar porque este mecanismo no ha sido creado para satisfacer sus necesidades. Esto no quiere decir que se cierre la puerta a la adopción homoparental, sino que nos da un marco de acción institucional pues, si bien no gozan del derecho de adoptar, si son personas que tienen el derecho a la igualdad ante la ley (art.19 n°2) y la igualdad en el ejercicio de sus derechos (art.19 n°3 CPR).
Esto es importante porque es el propio Estado quien debe respetar esta igualdad, una de naturaleza jurídica y otra judicial. La jurídica consiste en la idea de que el Estado no puede establecer ninguna diferencia arbitraria, ya sea en políticas públicas, derechos, obligaciones, u otros; mientras la segunda apunta al acceso al igual acceso que las familias del mismo sexo tienen respecto de los trámites administrativos y judiciales. En simple, es obligación del Estado no discriminar arbitrariamente, como también es obligación no discriminar para ejercer esos derechos.
Si todos somos personas, ¿por qué existen estas diferencias? ¿Existen personas de primer y segundo orden según cómo decidan amar? La igualdad ante la ley no es una garantía que esté sujeta a restricciones.
Matías Aguilera
Egresado de Derecho, Universidad Adolfo Ibáñez
Activista ACCIONGAY